'El me enseñò a pintarme los labios,y los ojos,miràndome en el espejo ,como lo hacìa él.Ponìamos discos de Marifé y la Guillot ,mientras los pastelitos de leche frita se enfriaban en un mar de azùcar,en la cocina,junto a un bucarito de agua fresca.
Su madre ,Rosita,dormìa la siesta los dìas de tanto calor,y nosotros pasàbamos la tarde maquillàndonos y desmaquillàndonos,como dos mujerucas de la calle.
Yo tenìa ocho años y él era ya mayor.Maribel , me decìa que era su verdadero nombre,y no Antonio,como lo solìa llamar su madre,las vecinas,la gente del barrio y mi madre.
Hoy he vuelto a recordar aquellas tardes de dulces y carmìn .He vuelto a recordar a Rosita y a su hijo,muy mayores,cogidos del brazo,cuando la edad se confundiò en sus cuerpos,y ya no eran ni madre ni hijo,sino dos confidentes de su propio pasado,que esperaban un mismo futuro.
profundo carmesí, de niño maribel, y en el futuro un hombre que llamarán "flor de otoño".
ResponderEliminarun abrazo.
El final me ha conmovido -también el principio-. Pasa muchas veces que hijos y madres, hijas y madres, llega un momento que son indistintos, dos personas viejas ya casi fuera del tiempo.
ResponderEliminarPero tú lo cuentas endiabladamente bien, con tan poquitas palabras.
Deliciosas criaturas perfumadas...
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